Tuesday, October 03, 2006

Quique, Amparo y "Gabo" de invitado...



“Si supiera que hoy fuera la última vez que te voy a ver dormir, te abrazaría fuertemente y rezaría al Señor para poder ser el guardián de tu alma”, esta cita figura entre muchas del mismo autor (Gabriel García Márquez, “Gabo” para amigos y enemigos), en el reverso del tarjetón del menú de la cena de la boda de Quique y Amparo. Viene a ser la contraportada trascendente, el reverso más callado y discreto, por prudente, de la paletilla de cordero lechal; el regusto marino que, dentro de cien años, la Soledad volverá a descubrir en las ajadas letras de las cigalitas salteadas con ajetes.

He estado, como la mayoría de los contribuyentes, en muchas bodas: En todas ellas la novia ha partido la tarta con un espadón, le han cortado de un tijeretazo la corbata al novio, y la gente ha pedido con insistencia que se besaran los padrinos. Pero esta vez todo ha discurrido como hecho a mi gusto y propósito. Como si algo, no sé exactamente qué, me estuviara esperando. Tan es así que, incluso antes de que descubriera la literatura de “Gabo” en la cara oculta de la incipiente luna de miel, percibí en el ambiente un cierto aire sureño/caribeño, dulzón, pegajoso y guayabero, como entre el del profundo sur de Faulkner y el de La Hojarasca gabrielesca. Un aire costeño como el que el escritor arrastraba cuando escribía en El Heraldo de Barranquilla su columna La jirafa, una "fuente larga", de cuello animal y africano, medianamente alta de mirada, porque la excesiva altura no permite la visión mágica de lo real.

Quique y Amparo se han casado, pues, con el regalo inaudito de los Cien años de soledad y con el romanticismo determinante de El amor en tiempos del cólera. Lo suyo jamás puede ser vulgar, y, aunque sea para bien, está abocado a ser literatura, porque lo es desde el momento en que consideraron que G. Márquez, el costeño triste y meditabundo de las tardías ninfas meretrices, era el invitado de honor… Nada les puede salir mal, porque ya parten del hecho, consumado y asumido, de que el coronel Aureliano Buendía “promovió treinta y dos guerras civiles y las perdió todas”… Empezar la carrera sabiendo de antemano que perder puede ser ganar, ya supone una ventaja.

Cada uno se casa con quien quiere, con quien puede o con quien le dejan, pero como dice “Gabo” en mentado amor en tiempos del cólera: “... Otra cosa bien distinta habría sido la vida para ambos, de haber sabido a tiempo que era más fácil sortear las grandes catástrofes matrimoniales que las miserias minúsculas de cada día. Pero si algo aprendieron juntos es que la sabiduría llega cuando ya no sirve para nada”.

En fin, Amparo y Quique pueden cerrar unos cien años de soledad, pueden estar en el año cincuenta de otros cien años de soledad, pero pueden también desflorar el primero de otros cien años de soledad, porque todas las sagas empiezan en algún punto o terminan en algún punto… Es la vida la que continúa. También la muerte es vida que cuando da opción a otras vidas… Casarse es la vida, casarse es el fluir, el devenir, el resistir...: el convivir. Yo conozco a Quique desde sus primeros años, y con su padre, ora en la mesa, ora en la lumbre, ora en el campo, charlé asuntos sencillos por fundamentales... La boda de Quique y Amparo, de Amparo y Quique, será recordada por la más literaria de cuantas he visto y vivido: todo tenía sabor, textura, color de novela romántica: el vestido de María Pilar, el de Amparo, los mariachis, un algo tardocolonial de principios de siglo, y lo que no podía faltar porque siempre está, digamos, escrito lo que se tiene que escribir:

Quique pasó una película corta (naturalmente) de lo que ha sido su vida: fotogramas familiares, de infancia y adolescencia, de recuerdos indelebles que ya pesan. Porque es a lo largo de esos años cuando todo se perfila, todo se forja y condiciona, incluso el hallazgo de Amparo, evidentemente escrita en su destino.

Es decir, que los recién casados inauguran su novela con los sólidos fundamentos de la gran literatura. El invitado de honor (Gabriel García Márquez) me dijo Amparo que lo fue gracias a su voluntad. Algo verdaderamente genial. Ningún matrimonio puede comenzar mejor. Ningún inicio puede superar al suyo en coherencia, porque es un "inicio" enlaza con el "final" de los cien años..., pues como escribió el maestro, "las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra"

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